A menudo, los viajes menos preparados son los mejores, los que más sorpresas deparan y más impactan.
No había oído hablar de Chisinau hasta que una amiga mía fue destinada a la capital de Moldavia. No había puesto jamás mis pies en
ese país del este, escondido entre Ucrania y Rumania. Pero ella estaba allí, y
como he hecho en casi todos los países en los que ha trabajado, no podía perder
la oportunidad de visitarla y de paso conocer un nuevo lugar.
Y sí, ha sido una sorpresa mayúscula. Chisinau
sorprende desde el primer momento por su contraste entre aquello que perdura
del pasado y la modernidad que se filtra por doquier.
Son de agradecer sus mercados locales, impensables
ya en Europa, en donde se pueden encontrar los más diversos productos locales,
de quilómetro cero, verduras, quesos, carnes, pescados… Productos fresquísimos
y no solo por las bajas temperaturas del mes de noviembre.
Y esas imágenes de los mercados, que transportan al
pasado, contrasta con la modernidad de sus cafés y restaurantes, en los que se
come de maravilla y en un entorno de lo más acogedor.
Productos originales y de primera calidad, recetas sorprendentes
y sabrosas, un café excelente, que cuesta encontrar en nuestro país, con unas
combinaciones que no había visto antes, como el café con limón y jenjibre, y
unos dulces fascinantes.
La proximidad de la Navidad me ha permitido también
ver una ciudad iluminada y adornada, llena de alegría y gente por doquier.
Y, por supuesto, aproveché, como había hecho en Kiew, para ir a la ópera. Si algo ha caracterizado siempre a los países del este es el fácil acceso a la cultura y también aquí, en Chisinau, la ópera es muy económica.
Madame Butterfly, de Puccini
Me ha recordado en muchos aspectos a la imagen que
tengo de Kiew, en la vecina Ucrania. Un país que se encuentra a pocos
quilómetros y que comparte el temor a la vecina Rusia, esa potencia
imperialista que no sabe más que amargar la existencia a sus vecinos.
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