Sydney es una ciudad de la que resulta fácil enamorarse. Me encanta recorrer a pie el centro, cruzar Hyde Park, o pasear por delante de los antiguos edificios coloniales que aún quedan en pie y no han sido substituidos por los bodrios sin gracia de modernos arquitectos de pacotilla. Me emociona llegar al puerto y pararme en frente de la “Opera House”.
Me enamoran los altos y escarpados acantilados desde los que observo las olas impactar violentamente contra la dura roca. Y, sus bellísimas playas. En Sydney me siento como en casa, me siento como en Barcelona, y por eso se que es una ciudad en la que no me importaría vivir.
Por todo ello quería volver. Y aunque esta vez había pensado recorrer la costa oeste, no pude evitar tomar un avión desde Tasmania y pasar aquí unos días. Tenía además otra excusa, visitar un antiguo conocido, un catalán asentado en Sydney, y que acababa de volver de la India con Eila, una niña de cinco semanas preciosa. La forma en que me miraba con sus ojos oscuros y profundos, y las sonrisas con las que me obsequiaba cada vez que jugaba con ella, consiguieron enamorarme enseguida.
Criar un bebé siendo padre soltero no es nada fácil y Albert andaba tan ajetreado que de golpe me vi haciendo de niñera. En Sydney he sabido lo que es acostarse a las 12, después de darle el biberón a la nena, y levantarse a las tres de la mañana, y de nuevo a las 7, para repetir la operación. De todas formas, Eila es un encanto de niña. No llora más que cuando tiene hambre, y en cuanto nota la leche en sus labios empieza a comer sin rechistar.
Con Eila recorrimos el barrio de New Town, que por esos días celebraba una de sus más concurridas fiestas. Paseamos entre miles de personas tumbadas sobre la hierba, comiendo y escuchando alguno de los diferentes conciertos que tenían lugar de manera simultanea. Y hasta visitamos algunos de los amigos de Albert para presentarla en sociedad.
Con mucha pena abandoné Sydney. Mi objetivo era recorrer por tierra todo el sur de Australia, unos 3.000 km, hasta llegar a la ciudad de Perth, la más aislada del mundo. Mi primera parada fue Canberra, la capital. Ya había estado antes, pero no pude evitar acercarme hasta el Parlamento para comprobar que todavía seguía allí la embajada aborigen, reclamando sus derechos.
Han tenido que esperar hasta el año 2008, para que el Parlamento Australiano hiciese una declaración oficial, pidiendo perdón a los pueblos originarios del continente por todo el daño inflingido por el hombre blanco desde su llegada a esas lejanas tierras. Y algunas cosas han cambiado, me comentaba una aborigen acampada delante del Parlamento, pero sigue sin hacerse justicia.
ke gracia me a echo la señal de los patos jaja,olle te ves mui bien estas estupendo, australia tiene mui buena pinta espero tus fotos.olle donde dices ke vas?? a la ciudad mas aislada del mundo??dios mio kino no estas lla vastante lejos??jaja el proximo viaje vas a tener ke ir a la luna.cuidate mucho un abrazo de tu prima P.
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